Vagué por laberintos de muros transparentes,
viendo la salida pero sin poder alcanzarla.
En cada esquina había una caja roja, vacía;
con pequeños agujeros y polvo de alas.
En las paredes la marca impresa de los dedos
que arrastraba, formaba una estela azul celeste.
Y en el suelo sus huellas etéreas, livianas,
como si no le pesase el sentimiento de culpa.
Pues cada vez que él rozaba sus frágiles alas
hacía que el cielo pareciese cada vez más lejos,
condenándola a vivir en su preciosa cajita roja.
Recogiendo de cada rincón las plumas del fénix,
guardando con celo cada mota de polvo celeste
entre costilla y costilla, en botellas vacías.
Por si un día vuelve, y quiere rescatarse.